Las dos Miradas (Parte I )
Como había llovido toda la mañana y seguía nublado por la tarde y los fuertes chaparrones anunciados se cernían amenazadores sobre las calles centrales, a eso de la cinco la farmacia de la calle Florida estaba llena de gente buscando drogas. Un enorme mostrador longitudinal, dividido en sus extremos y en su centro por las cajas registradoras de pagos y por los pupitres de las empaquetadoras, enfrentaba paralelo el largo banco destinado al público que esperaba. En ese banco largo y estrecho de respaldo algo curvo se sentaban también esos seres tan peculiares que en las grandes ciudades esperaban sin esperar nada, ociosamente instalados en los asientos públicos, en los vestíbulos de los Bancos o en los negocios en los que la gente se aglomera a la expectativa de que mediante el canto de un numero se la llame.
Una infinidad de personas aparecían sentadas codo a codo en la banqueta de espera paralela al mostrador de ventas de la farmacia, cuando entro aquel hombre de impermeable, sombrero de tela impermeabilizada y chanclos de goma, cuyo extraño aspecto se debía al accidental deterioro que su ropa había sufrido bajo la acción violenta de la lluvia. Dirigiéndose al mostrador donde se entregaban las recetas o se reclamaban los específicos, el recién llegado se puso a esperar pacientemente a que se le atendiera, según el turno. Tenía un aire modesto y campesino: el aire de un hombre agobiado que se ha puesto distraído el sombrero y no ha soñado mirarse al espejo.
La señora todavía bonita y atrayente que había entrado con él por la puerta de la calle Florida, acababa de dirigirse al largo banco paralelo al mostrador, a fin de sentarse y esperar al hombre de impermeable.
Le tocó sentarse al lado de un señor cuyo aspecto e indumentaria revelaban lo aristocrático de su origen y lo rico de su medio. Sólo una veintena de centímetros desocupados separaban en el banco tan largo al señor distinguido y elegante de la señora que esperaba. Lo cierto es que sólo una minoría de los que estaban allí sentados estaban allí con el propósito de comprar tal o cual producto farmacéutico; la mayoría eran ociosos o transeúntes que mataban el tiempo o esperaban a alguien.
El señor junto al cual la señora que acompañaba al hombre extraño se había sentado, tenia el aire de estar analizando precisamente a ese personaje, o sea de estarse in pectore:
-¿Como podría ponerse ese sombrero? ¡Que falta de gusto y de sensibilidad! ¡Que vulgaridad! Un sombrero así, de tela impermeable, que parece un viejo sombrero dejado caer a la ligera sobre la cabeza de un fabuloso distraído … un sombrero que se habrá puesto sin elegir bastamente. ¿No tendrá un espejo? ¿No tendrá alguien que se lo elija?.
¿Cómo se puede ser tan vulgar? y no solo el sombrero: esos inmensos, inmensos chanclos de goma, que sin duda ha comprado de dos medidas mas grandes para ahorrar, para pagarlos menos. ¿Cómo si los pies le fueran a crecer! ¡Así, parecen los zapatos monumentales de un pescador de ballenas! ¡Que espectáculo! Yo le hubiera que por lo menos se sacara esos chanclos, que no hiciera el ridículo: parecen propiedad de su hermano mayor. Y luego esa cara, ajada, con los rasgos gruesos del hombre del populacho, y esos ojos acuosos que no parecen ya tener color. Nunca he visto ciudadano más vulgar. Y luego: ¡Que aspecto de retardado cerebral, de torpeza eterna, con esa mirada bovina, que no se levanta del suelo, una mirada baja, de carnicero que espera el momento que se aparte la res para partirla en pedazos y venderla sangrante ensuciándose las manos!. Un hombre tan grosero como ese ¿habrá tenido nunca cerca una mujer, a algún ser humano dotado de gusto, de delicadeza?. La verdad a quien puede atraer ese pobra diablo, con ese aspecto y con esa cara con esa facha …
La mujer que esperaba al hombre suspiro. Estaba cansada de trabajar en la casa por la mañana, cansada del ómnibus y de la lucha con las cuentas; del existir y del así sobrevivir. Echo una mirada al hombre con quien había llegado a la farmacia, que era su marido, y que haría cuando la espera llegara a su fin, algunas compras domesticas: algodón o gasas o cuadraditos de alcanfor o analgésicos o piezas raras de droguería, sin contar la preparación tan escasa y tan cara que necesitaba para su tratamiento.
Se puso a pensar:
Esta ahí. Esta cansado. Tiene el sombrero que compro en el mes de junio, cuando se sentía mal que apenas podía comer y se creía que iba a morir y yo lo acompañaba y adquirió al azar, sin fijarse casi en la medida, sino poniéndoselo y pagándolo sin siquiera mirarse siquiera al espejo porque se sentía muerto y confiaba en que yo lo miraría y le diría: “Esta bien, un sombrero así, impermeabilizado, practico, aunque no sea elegante. Y si no lo comprábamos hoy, ¿Cuándo lo compraremos?”. El salio aquella mañana con el nuevo sombrero puesto y no se miro siquiera al espejo y lo llevo con la incomodidad con que un actor que hiciera de rey llevara la corona preparada por otro actor, mucho mas grande y mucho mas ajena … ¡Pero él es tan naturalmente distinguido! Aun siendo así, el sombrero le queda bien. Le da ese aire de lejanía e in protección por el que yo querría que sanara y que estuviera siempre así, esperando algo con el pobre sombrero que compramos juntos … y tiene los chanclos de goma que le regalo papá, que el no quería ponerse porque eran tan grandes, pero como se los había regalado papá se los puso, los adopto de puro querer darme el gusto a mí, tal vez, tal vez debido a que yo había sufrido tanto de verlo grabe y el quería complacerme, darme gusto, y por eso se puso aquellos chanclos que no le gustaban pero que se ponía cumpliendo un difícil deber, casi el deber de los apóstoles cuando en las esculturas aparecen inocentes bajo el paseo de las palomas, que les dejan sus señales, sus excrementos, en las dulces cabezas pacificas y pacientes … ¡Que distinguido es por debajo de esos atributos de su paciencia; su sentido de la ternura y su inmensa y callada misericordia! ¡Que distinguido es! Tiene la cara destruida y ajada de lo mucho que ha trabajado, de lo mucho que ha perdido, de lo mucho que he sufrido; y los labios quizás un poco abultados debido a la alergia, a los remedios que debe tomar, que si no tomara lo mataría la enfermedad. La sensación de que iba a morir, la paciencia ante el terrible tratamiento, el sacrificio con que ha sufrido, le han dejado esa expresión que parece pesada, agobiada, y que sin embargo no es mas que una expresión de persona que piensa en la muerte o de un hombre triste que querría tener las armas para luchar aún, pero que se siente inhábil para luchar desarmado, aunque todavía está vivo por su extraordinario esfuerzo de voluntad y por mí. Parece tan triste. Tan dejado de la mano de la gracia, tan desamparado. Y sin embargo yo lo quiero tanto cuando lo veo así que me vienen estas infinitas, infinitas ganas de llorar, estas lagrimas que debo esconder, este enternecimiento que debo reprimir, en esta farmacia, entre toda esta gente que espera y me mira, desde el salón y desde el banco. ¿Sabrá que lo quiero así? Nadie lo sabe, en el fondo, pero yo, al verlo tan solitario e indefenso esperando turno ante un mostrador, me siento a mi vez conmovida y emocionada y me gustaría que él lo supiera y que lo supiera toda esta gente que lo ve ahí, haciendo cola, indefenso, con la expresión pasada y abrumada de un hombre que esperara turno para entrar en la muerte y sintiera que todavía ha estado demasiado tiempo aquí, cargando sobre los demás, motivado mas de una irrisión, y apareciendo ante sus propios ojos como un hombre cualquiera que hace ya tanto tiempo que debería haberse ido, que no se ha ido porque todavía hay algunos que lo miran queriendo retenerlo, queriendo convencerlo de que es necesario y de que es útil y de que tiene esa sonrisa gracias a la cual yo habría sido capaz de hacer cualquier cosa por él.
Una infinidad de personas aparecían sentadas codo a codo en la banqueta de espera paralela al mostrador de ventas de la farmacia, cuando entro aquel hombre de impermeable, sombrero de tela impermeabilizada y chanclos de goma, cuyo extraño aspecto se debía al accidental deterioro que su ropa había sufrido bajo la acción violenta de la lluvia. Dirigiéndose al mostrador donde se entregaban las recetas o se reclamaban los específicos, el recién llegado se puso a esperar pacientemente a que se le atendiera, según el turno. Tenía un aire modesto y campesino: el aire de un hombre agobiado que se ha puesto distraído el sombrero y no ha soñado mirarse al espejo.
La señora todavía bonita y atrayente que había entrado con él por la puerta de la calle Florida, acababa de dirigirse al largo banco paralelo al mostrador, a fin de sentarse y esperar al hombre de impermeable.
Le tocó sentarse al lado de un señor cuyo aspecto e indumentaria revelaban lo aristocrático de su origen y lo rico de su medio. Sólo una veintena de centímetros desocupados separaban en el banco tan largo al señor distinguido y elegante de la señora que esperaba. Lo cierto es que sólo una minoría de los que estaban allí sentados estaban allí con el propósito de comprar tal o cual producto farmacéutico; la mayoría eran ociosos o transeúntes que mataban el tiempo o esperaban a alguien.
El señor junto al cual la señora que acompañaba al hombre extraño se había sentado, tenia el aire de estar analizando precisamente a ese personaje, o sea de estarse in pectore:
-¿Como podría ponerse ese sombrero? ¡Que falta de gusto y de sensibilidad! ¡Que vulgaridad! Un sombrero así, de tela impermeable, que parece un viejo sombrero dejado caer a la ligera sobre la cabeza de un fabuloso distraído … un sombrero que se habrá puesto sin elegir bastamente. ¿No tendrá un espejo? ¿No tendrá alguien que se lo elija?.
¿Cómo se puede ser tan vulgar? y no solo el sombrero: esos inmensos, inmensos chanclos de goma, que sin duda ha comprado de dos medidas mas grandes para ahorrar, para pagarlos menos. ¿Cómo si los pies le fueran a crecer! ¡Así, parecen los zapatos monumentales de un pescador de ballenas! ¡Que espectáculo! Yo le hubiera que por lo menos se sacara esos chanclos, que no hiciera el ridículo: parecen propiedad de su hermano mayor. Y luego esa cara, ajada, con los rasgos gruesos del hombre del populacho, y esos ojos acuosos que no parecen ya tener color. Nunca he visto ciudadano más vulgar. Y luego: ¡Que aspecto de retardado cerebral, de torpeza eterna, con esa mirada bovina, que no se levanta del suelo, una mirada baja, de carnicero que espera el momento que se aparte la res para partirla en pedazos y venderla sangrante ensuciándose las manos!. Un hombre tan grosero como ese ¿habrá tenido nunca cerca una mujer, a algún ser humano dotado de gusto, de delicadeza?. La verdad a quien puede atraer ese pobra diablo, con ese aspecto y con esa cara con esa facha …
La mujer que esperaba al hombre suspiro. Estaba cansada de trabajar en la casa por la mañana, cansada del ómnibus y de la lucha con las cuentas; del existir y del así sobrevivir. Echo una mirada al hombre con quien había llegado a la farmacia, que era su marido, y que haría cuando la espera llegara a su fin, algunas compras domesticas: algodón o gasas o cuadraditos de alcanfor o analgésicos o piezas raras de droguería, sin contar la preparación tan escasa y tan cara que necesitaba para su tratamiento.
Se puso a pensar:
Esta ahí. Esta cansado. Tiene el sombrero que compro en el mes de junio, cuando se sentía mal que apenas podía comer y se creía que iba a morir y yo lo acompañaba y adquirió al azar, sin fijarse casi en la medida, sino poniéndoselo y pagándolo sin siquiera mirarse siquiera al espejo porque se sentía muerto y confiaba en que yo lo miraría y le diría: “Esta bien, un sombrero así, impermeabilizado, practico, aunque no sea elegante. Y si no lo comprábamos hoy, ¿Cuándo lo compraremos?”. El salio aquella mañana con el nuevo sombrero puesto y no se miro siquiera al espejo y lo llevo con la incomodidad con que un actor que hiciera de rey llevara la corona preparada por otro actor, mucho mas grande y mucho mas ajena … ¡Pero él es tan naturalmente distinguido! Aun siendo así, el sombrero le queda bien. Le da ese aire de lejanía e in protección por el que yo querría que sanara y que estuviera siempre así, esperando algo con el pobre sombrero que compramos juntos … y tiene los chanclos de goma que le regalo papá, que el no quería ponerse porque eran tan grandes, pero como se los había regalado papá se los puso, los adopto de puro querer darme el gusto a mí, tal vez, tal vez debido a que yo había sufrido tanto de verlo grabe y el quería complacerme, darme gusto, y por eso se puso aquellos chanclos que no le gustaban pero que se ponía cumpliendo un difícil deber, casi el deber de los apóstoles cuando en las esculturas aparecen inocentes bajo el paseo de las palomas, que les dejan sus señales, sus excrementos, en las dulces cabezas pacificas y pacientes … ¡Que distinguido es por debajo de esos atributos de su paciencia; su sentido de la ternura y su inmensa y callada misericordia! ¡Que distinguido es! Tiene la cara destruida y ajada de lo mucho que ha trabajado, de lo mucho que ha perdido, de lo mucho que he sufrido; y los labios quizás un poco abultados debido a la alergia, a los remedios que debe tomar, que si no tomara lo mataría la enfermedad. La sensación de que iba a morir, la paciencia ante el terrible tratamiento, el sacrificio con que ha sufrido, le han dejado esa expresión que parece pesada, agobiada, y que sin embargo no es mas que una expresión de persona que piensa en la muerte o de un hombre triste que querría tener las armas para luchar aún, pero que se siente inhábil para luchar desarmado, aunque todavía está vivo por su extraordinario esfuerzo de voluntad y por mí. Parece tan triste. Tan dejado de la mano de la gracia, tan desamparado. Y sin embargo yo lo quiero tanto cuando lo veo así que me vienen estas infinitas, infinitas ganas de llorar, estas lagrimas que debo esconder, este enternecimiento que debo reprimir, en esta farmacia, entre toda esta gente que espera y me mira, desde el salón y desde el banco. ¿Sabrá que lo quiero así? Nadie lo sabe, en el fondo, pero yo, al verlo tan solitario e indefenso esperando turno ante un mostrador, me siento a mi vez conmovida y emocionada y me gustaría que él lo supiera y que lo supiera toda esta gente que lo ve ahí, haciendo cola, indefenso, con la expresión pasada y abrumada de un hombre que esperara turno para entrar en la muerte y sintiera que todavía ha estado demasiado tiempo aquí, cargando sobre los demás, motivado mas de una irrisión, y apareciendo ante sus propios ojos como un hombre cualquiera que hace ya tanto tiempo que debería haberse ido, que no se ha ido porque todavía hay algunos que lo miran queriendo retenerlo, queriendo convencerlo de que es necesario y de que es útil y de que tiene esa sonrisa gracias a la cual yo habría sido capaz de hacer cualquier cosa por él.
Comentarios
que te dejo comentarios
no debi tomar la pastilla del abuelo
Are
jajajja
ahora me voy...
saludos
gracias por pasar